jueves, 1 de febrero de 2018

La madre de las piedras – Relato de Arequipa

Visto primero en Mundooculto.es

Este es un relato de Arequipa, región sureña del Perú recopilada a un campesino rural, sobre un hecho ocurrido ya varios años atrás, veamos de que se trata.
Un día don Esteban Herrera salió de su estancia con dirección al rio Colca, en busca de su ganado. Llegaba el frio. De repente escucho al chihuanko anunciando la lluvia fuerte. Don esteban sonrió. El chihuanko metido entre las ramas de los molles paraba su potito, lleno de granos, para que el aguacero lo curara quitándole la picazón.
Por la chacra de don Genaro Luque los chicos se habían puesto a jugar a la ronda, “que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva” cantaban. En ese momento pensó que a lo mejor los chihuankos le habían querido dar un mensaje. Pero se distrajo diciéndose que antes debía entrar a saludar a don Genaro Luque. Y no se acordó de aquella pareja de tankas que lo despertaron anunciándole que podía sembrar junto al rio, sin temerle al febrero loco. Y cuando vinieron los ingenieros del Ministerio de Agricultura gritando, “¡oye, Herrera, como se te ocurre! ¿no sabes que las torrenteras vendrán a llevarse tus sembríos?”, el, confiado, respondió:
-         Los pajaritos han venido a decirme que este año no habrá torrenteras. Sembrare nomas.
Para más prueba llevo a los ingenieros al sitio en donde los tankas habían hecho su nido.
-        ¿No les dije? Si fueran a venir las torrenteras los pajaritos no se quedarían en las riveras.
Se miraron serios, molestos por sus horas perdidas, respondiendo:
-        El río se lo cargara todo.
-       Ya te veremos cuando eso suceda, Bah.
¿Sucedió? El maíz de don Esteban creció lo más bien cerca a la orilla, regado con la misma agua del río Colca. Los tankas tuvieron hartos pichoncitos. Como se reiría de las caras de los ingenieros del ministerio de Agricultura. Pero ellos no volvieron.
Y mientras los chicos seguían con la ronda “que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva”, don Esteban Herrera entraba a saludar a don Genaro Luque. En la huerta, sentado en un pedazo de tronco, don Genaro escuchaba la musiquita de los cuyes.
-          Voy a recoger mi ganado que está pasando en la loma de Oroyopata – le dijo.
-          Corra usted, antes de que la lluvia lo agarre, don Esteban, y si por ahí me lo ve al Erasmo dígale que venga que lo estoy necesitando.
Don Esteban acabó su vaso de chicha, siguió apurado.
-          Hasta luego, don Genaro.
En la pampa de Maripampa el viento morado y los nubarrones iguales que algodones sucios lo inquietaron. ¿Sería algún presagio? Otra vez lo embistió el recuerdo de los chihuankos llamando a la lluvia. Pero como iba apurado lo dejo para después, mejor dicho lo olvido. Como cualquiera lo hubiera hecho se echó saliva al índice, alzo la mano para saber por dónde empezaría el aguacero loco… en eso se le heló el dedo hasta ponerse color alfalfa, provocándole un dolor más del tiempo que de su carne.
¿Tampoco se dio cuenta de que era otro mensaje? ¿Era tan distraído? De repente los truenos se amontonaron detrás de las montañas que no veía. Don Esteban contó entre trueno y truenos, hasta cuarentaidos, llegando a la conclusión de que faltaban cuarentaitres kilómetros para que hicieran reventar el aguacero.
-          Fuerte. ¡bien fuerte será!
Escarbando en la espesura de la niebla desconocida siguió más apurado y nervioso de lo que siempre había sido. Y oyó un tremendo ruido. La piedra que todos conocemos con el nombre de Corokanca  ¡empezó a moverse! “Es mentira”, pensó, tratando de no escuchar tantos rumores gigantes.
La Corokanca caminaba oscureciendo la pampa. Tan inmensos sonidos, más resonantes que los truenos que ya debían estar a quince kilómetros, lo estaban dejando sordo.
¿Qué le iría a pasar allí donde nadie podría verlo, ni siquiera imaginarlo? “Al fin y al cabo, así es la madre naturaleza” razonó haciendo un esfuerzo para no atolondrarse y recordó que la Gran Piedra media setenta metros de largo. “Si fuera animal sería un gusano gordo como un cerro”, murmuro alerta, ansiando que no fuera otra cosa que la misma Corokanca. Y la poderosa Piedra, de lomo blanco igual que el sillar, le cerraba el paso.
-          ¡Corokanca, voy a recoger mi ganado, está en Oroyapata! ¡Déjame pasar, Corokanca!
Solo el movimiento de La Madre de las Piedras le contesto sin decirle nada. Entonces temblando, se puso a pensar que iba a pasar si es que ya no estaba pasando lo último que verían sus ojos. “¿mi mujer, mis hijitos, mi chacra?” Se vio muerto, de la manera más terrible, abandonado a su suerte, lejos, muy lejos de las cosas que le dieron vida. ¿Y la pampa Maripampa, larga, ancha, llena de sueños indecibles, sería su tumba escondida? Justo cuando la Corokanca estaba por llegar al río Colca, don Esteban ya no pudo aguantarse más, chilló, aterrado, a todo pulmón:
-          ¡El diablo mueve la piedra, el diablo!
Sucedió que cerquita al rio, acariciada por las ultimas gotas gruesas de aquel aguacero del febrero loco, la piedra Andarina se paró de golpe. ¿Por qué se detuvo? ¿No estaba yendo bien?
Fue el mucho susto que le metió con sus gritos el pobre don Esteban Herrera. No solo eso. Estando a punto de saltar, de tenderse como un puente de pura piedra sobre el Colca, casi se parte en dos, quedando cuarteadas, como repisa, sobre los bordes. Gran amargura, en ese instante, sintieron los pueblos de Tisco y de Cota Cota, ¡eran los que más necesitaban un puente para transportar sus frutas, sus keñuas, sus cargas, cuando el caudal del rio desbordaba las orillas!
Qué pena que la Corokanca se plantara, resquebrajada, en un costado del Colca. Para remate el sonso de don Esteban no cesó de seguir lanzando alaridos, mencionando al diablo. Todos sabemos que ni las torrenteras juntas del febrero loco habrían podido contra el vigor, la hermosura de la madre de las piedras ¡convertida en puente!
Esa tarde de granizo azul, se entristecieron las tierras de Caylloma.
-          Por mi culpa – se lamenta el gritón – Ay, si yo hubiera sabido conocer los mensajes que cantaban los chihuankos, o como el dedo se me puso color alfalfa. Ay, ay, ahora no queda remedio.
A diario seguimos de una orilla a la otra, colgados de la oroya, de sus cabuyas deshilachadas, mirando el valle del Colca, su río, sus quebradas, ¡tanta keñua para techar nuestra casa! ¡Tanta trola para nuestros fogones! Y siempre, por ultimo miramos que ya sin nuestra vecindad, sin nuestros trabajos, nuestras fiestas, nuestros yaravíes, desde el rio hasta el distrito de Tapay y más lejos, más allá de Conocota y todavía más allá, los bosques y hartos pueblos permanecen sin nuestras manos que tanto necesitan la fuerza y la alegría de sus manos. Aislados seguimos.
Cuentan que don Esteban murió de congoja, pensando que por miedoso, por gritón nos dejó sin puente. ¿Acaso no era menos difícil callar la boca contemplando con respeto el trabajo de La madre de las piedras?
Unos dicen que su familia lo dejó. Otros que él dejó a su familia.
La verdad es que los chihuankos, los tankas, se llevaron a don Esteban a un lugar lejano donde, por las noches, nos hace escuchar su penar cuando el viento abrillanta los alfalfares.
Las imágenes que se muestran fueron encontradas en la red, tienen sus propios autores y/o dueños, solo se han colocado como información y guía del tema que estamos tratando.
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