Las viejas supersticiones medievales renacieron momentáneamente en Devonshire (Inglaterra) durante el invierno de 1855, cuando a la mañana del día 8 de febrero sus habitantes descubrieron un misterioso rastro sobre la nieve que atravesaba de forma ininterrumpida pueblos y campos a lo largo de un recorrido de más de 150 km.
En apariencia, eran las huellas de un animal, pero, de ser así, se trataba de un animal muy extraño. Aunque más pequeñas (10 cm de largo por 7 de ancho), tenían forma de casco de caballo y estaban dispuestas en línea, cada una 25 cm después de la anterior, como si las hubiese producido una criatura bípeda saltando a la pata coja o, más extraño todavía, un ser con una sola pierna.
Sorprendentemente, bajo aquellas marcas la nieve no aparecía aplastada, sino derretida, como si se le hubiese aplicado un hierro al rojo vivo.
Sin embargo, lo más particular del caso consistía en que la hilera de huellas no se detenía ante ningún obstáculo, apareciendo en lugares cerrados y de difícil acceso. Cuando se encontraba con un muro, continuaba justo al otro lado; si lo hacía con una casa, pasaba al tejado antes de seguir por el extremo opuesto. Hubo un lugar en el que atravesó un conducto de drenaje de no más de 15 cm de diámetro. Ni siquiera el río Exe, con sus 3´5 km de ancho en la desembocadura, había sido capaz de detener su avance.
Pocos días después, el London Times y el Illustrated London News recogían la noticia, dando lugar a la mofa de sus escépticos lectores hacia los habitantes de Devonshire, muchos de los cuales no se atrevían a salir de sus casas tras la puesta del sol por temor a aquel ser que se había paseado por sus jardines mientras dormían.
La inquietud en la zona era tal que se organizaron partidas de caza con el objetivo de encontrar y aniquilar al animal responsable de las huellas. Aunque no tuvieron ningún éxito, años después hubo quien aseguró que uno de estos grupos había seguido el rastro hasta llegar a un bosque. Antes de entrar en él, los perros que llevaban con ellos comenzaron a aullar, dando muestras de un gran nerviosismo, tras lo cual huyeron despavoridos. Los cazadores decidieron entonces regresar a sus hogares y dejar las cosas como estaban.
La naturaleza de las marcas dejadas en la nieve desconcertó a zoólogos y naturalistas, que propusieron diversos animales como posibles autores. El paleontólogo Richard Owen señaló como culpables a varios tejones, mientras que otros expertos pusieron en la picota a sapos, ratas, pájaros o liebres. Un reverendo de la zona propuso la teoría de que había sido un canguro, tal vez para tranquilizar a sus feligreses, que, como la mayor parte de los habitantes de Devonshire, en el fondo pensaban que era el mismísimo Demonio quien les había hecho una visita en persona durante la noche del 7 al 8 de febrero.
De todas maneras, el suceso no se repitió, con lo cual nadie (salvo su causante, fuese animal, humano o ente sobrenatural) supo nunca cómo se originaron aquellas extrañas huellas.
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