Shemsu Hor: Los arquitectos celestes de la Gran Esfinge
La posibilidad de que unas entidades semidivinas gobernaran el Egipto predinástico dinamitaría lo que creíamos saber sobre esta civilización.
Mencionados en el Papiro de Turín y en otros textos a priori históricos los compañeros deHorus o Shemsu Hor constituyen uno de los enigmas más inquietantes de la prehistoria egipcia. Las alusiones a estos misteriosos personajes son vagas e imprecisas, pero su interpretación en tiempos muy anteriores a la primera dinastía pudo concretarse en el diseño estelar de la Gran Esfinge y de otros importantes monumentos.
Pero ¿Quiénes eran los Shemsu Hor? Para los egiptólogos se trata de entidades legendarias y, por ende, otros investigadores, en cambio, creen que desarrollaron un papel muy relevante como intermediarios entre dioses y hombres.
El afamado arqueólogo francés Gaston Maspero (1846-1916), uno de los personajes más influyentes en el campo de la egiptología, disciplina de la que fue pionero, se preguntaba en la Revue de l’Histoire des Religions por el que, sin duda, constituye el enigma central de la civilización egipcia: ¿De dónde salieron los antiguos egipcios? ¿Cuál fue el verdadero origen de su religión y de sus textos? Maspero, que combinaba a la perfección el perfil de erudito con el de arqueólogo a pie de excavación, concluyó que el pueblo que elaboró aquel sofisticado corpus de creencias «ya estaba establecido en Egipto mucho antes de la Primera Dinastía y, si queremos entender su religión y sus textos, debemos ponernos en las mentes de quienes las instituyeron hace más de siete mil años».
Gaston Maspero había visitado Egipto en 1880, formando parte de la Misión Francesa y, como no podía ser de otro modo, quedó extasiado al ver de cerca las pirámides de Giza, pero, sobre todo, al contemplar la Gran Esfinge, un monumento que le desconcertó, y sobre la que escribió lo siguiente: «la Gran Esfinge Harmakhis monta guardia en el extremo norte desde los tiempos de los Seguidores de Horus, una estirpe de seres semidivinos y predinásticos que, según las creencias de los antiguos egipcios, habían gobernado esta región miles de años antes que los faraones históricos»(The Dawn of Civilization: Egypt and Chaldea, 1894).
Como advertimos por las palabras de este arqueólogo francés, la idea de que el Antiguo Egipto fue fundado por una civilización remotísima no es ni mucho menos nueva. Sin embargo, Maspero y sus ideas sobre la fundación de la civilización egipcia no son del agrado de la egiptología «oficial».
Custodiado en el Museo Egipcio de la capital lombarda, el también conocido como Papiro Real de Turín contiene, básicamente, una relación de los gobernantes del Antiguo Egipto desde Menes (o Narmer) hasta la convulsa XVII dinastía.
Aunque el principio y el final de la lista se perdieron, de manera que no conocemos ni la introducción a la misma ni los detalles de los gobernantes que siguieron a la citada XVII dinastía, la relación incluye –en la parte posterior del papiro– a los gobernantes de Egipto antes que Narmer, reyes que, insistimos, eran de naturaleza divina, semidivina o no enteramente humana.
Al contrario de lo que sucede con otros papiros, cuyo contenido parece referirse a sucesos legendarios, mágicos o especulativos –o eso es lo que interpretaría un observador pragmático–, muy pocos dudan de la historicidad del Canon Real; esto es: refleja nombres y detalles fidedignos, datos que han podido contrastar los prestigiosos egiptólogos y papirólogos que han tenido acceso al mismo, desde Jean François Champollion hastaRichard Parkinson y Bridget Leach, pasando por Giulio Farina y Alan Gardiner, por citar sólo a unos pocos de entre quienes lo han investigado. Así, la opinión generalizada es que el escriba autor del texto, probablemente a las órdenes de Ramsés II, compiló varias listas depositadas en los principales templos de Egipto, limitándose a transcribirlas.
La relación de los gobernantes mencionados en el documento es asombrosamente prolija en detalles, a tal punto que los periodos de los reinados están consignados por años, meses e incluso días, lo que da idea de la minuciosidad de sus autores. Se trata, pues, de un informe burocrático cuyo contenido nada tiene que ver con formulaciones esotéricas o recetas mágicas.
No obstante, la arqueología oficial parece menoscabar la relevancia histórica de este manuscrito, tendiendo a pasar por alto su contenido. La razón de tal olvido, probablemente tiene que ver con la incómoda «cara b» del Papiro Real de Turín, esa que otorga rango de gobernantes carnales a personajes poco o nada materiales, como los mitad humanos mitad divinos Shemsu Hor.
Que la arqueología oficial haya soslayado el Papiro de Turín no debe sorprendernos. En general, los egiptólogos han despreciado sistemáticamente los textos que contravenían sus tesis.
No obstante, sin las ataduras de los dogmas, hagamos un esfuerzo por ubicar en la historia de Egipto a los compañeros de Horus.
Ya hemos mencionado que el Papiro de Turín sitúa a los Shemsu Hor inmediatamente antes de la I Dinastía faraónica, la comenzada porMenes o Narmer. Pues bien, la egiptología aceptó que la cronología establecida por el papiro es correcta, pero sólo de Narmer en adelante. Lo anterior, en cambio, no era «historia», sino «mitología». Así, el Canon Real es histórico sólo hasta donde les conviene a los egiptólogos. El resto, lo que no pueden confirmar –ni aceptar desde su lógica–, es legendario…
Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si todo lo que se cuenta en este papiro fuera cierto?…
En este caso, tendríamos que, hace alrededor de 12.000 años, Egipto fue gobernado por unas entidades híbridas dotadas de avanzados conocimientos, tantos como para haber diseñado la Gran Esfinge de Giza y realizado quién sabe cuántas otras proezas arquitectónicas o tecnológicas.
Paradójicamente, la irrupción de los Shemsu Hor se habría producido en los albores de la civilización en el Valle del Nilo, si hacemos caso de la historia aceptada sobre la evolución humana. Así, hace 12.000 años, justo cuando declinaba la última glaciación, la temperatura subió gradualmente en el norte de África –Delta del Nilo incluido–, región que comenzó a recibir importantes precipitaciones que, más tarde, dieron paso a la formación de pastizales con cereales silvestres que atrajeron a gran variedad de animales y éstos, a su vez, a grupos humanos de cazadores-recolectores. Claro está que este complicado proceso no se produjo de la noche a la mañana, sino que duró milenios, estableciéndose el Neolítico egipcio tan «tarde» como hace 6.000 años…
Obviamente, esta última cronología de los hechos no «funciona» con la datación de la Gran Esfinge propuesta por Bauval –alrededor de 10500 a. C–, ni mucho menos con la que sugieren los geólogos ucranianos Manichev yParkhomenko según los cuales el monumento ya estaba en Giza hace ¡800.000 años!
Por otra parte, si aceptamos las divisiones de la historia de la humanidad para el Antiguo Egipto y situamos a los habitantes de esta región en la Edad de Piedra (IV milenio a. C.), ¿cómo es posible que estos hombres y mujeres recién salidos de las cavernas fueran capaces de construir algo ni remotamente parecido a la Gran Esfinge de Giza?…
Algo nos dice que la cronología sobre la historia de la humanidad está equivocada. O eso o antes que la nuestra existió otra «humanidad», una especie de «civilización madre» altamente evolucionada desde el punto de vista tecnológico y probablemente espiritual.
En el primero de los casos, Heródoto (siglo V a. C.) –a menudo considerado «padre de la Historia»– recogía por boca de los sacerdotes de Tebas una historia de Egipto bien distinta a la que conocemos hoy. Así, el cronista griego se refería a un episodio en el que los sacerdotes tebanos le mostraron 345 estatuas que parecían representar a imponentes dioses. Sin embargo, para sorpresa del historiador, los religiosos apuntaron que no se trataba de dioses, sino que cada coloso simbolizaba cada una de las generaciones de grandes sacerdotes que les precedieron, hasta completar 11.340 años de gobiernos de los hombres. Y subrayaban esto último, «gobiernos de los hombres», para a continuación remarcarle que «antes de estos hombres, los dioses eran quienes reinaban en Egipto, morando y conversando entre los mortales, y teniendo siempre cada uno de ellos un imperio soberano» (Los Nueve Libros de la Historia, Libro II, Cap. CXLIV).
Por lo anterior, se infiere que los sacerdotes de Tebas distinguían claramente dos rangos de reyes de Egipto: los humanos, que habían gobernado el país desde hacía 11.340 años y los dioses, que no sólo gobernaron físicamente Egipto durante un periodo igual o mayor, sino que lo hicieron mezclándose con aparente naturalidad entre los habitantes del País del Nilo.
Por su parte, Manetón (siglo III a. C.), sacerdote e historiador egipcio que vivió durante los reinados de Ptolomeo I y Ptolomeo II, establecía cuatro dinastías anteriores a Menes (dos de dioses, una de semidioses y una cuarta de transición), adjudicando el origen de la civilización egipcia al gobierno de 7 grandes divinidades –Ptah, Ra, Shu, Geb, Osiris, Seth y Horus–, que permanecieron en el poder durante 12.300 años.
A continuación, gobernó una segunda dinastía encabezada por el primer Toth e integrada por 12 «faraones» divinos (1.570 años de gobierno), tras los cuales ascendieron al poder 30 semidioses –generalmente identificados con los Shemsu Hor y simbolizados por halcones–, que gobernaron el país durante 6.000 años. Tras éstos, siempre según Manetón, se produjo un periodo de caos, hasta que, finalmente, Menes encauzó la situación y logró la unificación de Egipto.
Obviamente, la egiptología ortodoxa incluye estas cronologías en la categoría de los mitos, no en la de los sucesos históricos comprobables. Al fin y al cabo, las fuentes que nos ofrecen información sobre los Shemsu Hor son ciertamente escasas. Claro que también podemos extraer información sobre los Compañeros de Horus –y sobre los dioses que gobernaron Egipto– de las obras que nos legaron estos misteriosos personajes, construcciones que, en todos los casos, se erigieron siguiendo un «plan estelar», como ha quedado atestiguado por los estudios arqueoastronómicos de estos monumentos.
De confirmarse la datación extrema de la Gran Esfinge o, cuanto menos, la propuesta por Bauval, los arquitectos de estas imponentes maravillas sin duda tendrían más de «celestes» que de humanos…
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