En el pequeño pueblo de la Espiga, la vida era muy placentera, la mayoría de las personas se dedicaban a la alfarería, y recibían turistas de cuando en cuando, no solo llamados por la práctica de esta profesión, sino también por apreciar un poco el paisaje y las pintorescas casitas. A pesar de la gran disposición de que se tenía para atender a los visitantes, extrañamente no se les permitía quedarse en el pueblo después del atardecer, tenían que abandonar las calles, dormir en áreas vecinas y volver al siguiente día muy temprano.
Por supuesto algunas personas sentían curiosidad por este hecho, sin embargo, los pobladores alegaban que era por tradición, y los fuereños no insistían más, aunque no faltan aquellos irreverentes que rompen las reglas solo para salirse con la suya. En esa ocasión, se trataba de un grupo de cuatro jóvenes, quienes, aprovechando un momento de distracción, fueron a esconderse muy bien, antes de que se empezara la despedida de los visitantes.
Los jóvenes, permanecieron ahí después del atardecer, notando que, para entonces, las calles estaban completamente vacías, reinaba solamente el silencio, como si el lugar estuviera inhabitado. Así que vieron la oportunidad perfecta de hacer desmanes. Jugaron unos momentos en el parque, después intentaron entrar a los comercios del pueblo, pero todo estaba cerrado casi a piedra y lodo. En realidad, no tenían mucho por hacer, más que acabarse las bebidas que llevaban en sus mochilas, las suficientes para ponerse ebrios antes de la media noche, empezando una escandalera.
Los habitantes del pueblo les escuchaban, pero lejos de parecer molesto, lucían angustiados, tallándose las manos, sobándose la cabeza, luchando contra la necesidad de abrir la puerta, cuando alguien se acercaba a las aldabas, siempre había algún otro que tocaba su hombro e hiciera negativas con la cabeza o una firme mirada. La escena se volvía más angustiante para las personas encerradas, sobre todo cuando los gritos de festejo de los chicos, cambió el tono.
Podía percibirse en sus notas un terror profundo, tanto que terminaron arañando las puertas rogando que las abrieran, pero nadie atendió aquellas suplicas. Eso pasa cuando se desobedecen las reglas, aunque en ocasiones parezcan tontas o innecesarias, tienen su razón de ser, y estas en particular, estaban hechas para proteger a las personas de un terrible espectro vengativo, que salía cada noche en búsqueda de víctimas. La mujer ahorcada le nombraron los pobladores, porque en sus primeras apariciones, la vieron colgando de un árbol, con semblante de disgusto y la lengua de fuera. Después, empezó a recorrer las calles noche tras noche, llevaba la cuerda en sus manos, buscando poner dentro de ella algún cuello distinto al suyo.
No se sabe de dónde vino, ni se tiene idea de quien pueda ser o su relación con el pueblo, solo apareció ahí un día, raptando gente para colgarla en un árbol donde todos pudieran ver el cuerpo el día siguiente. Afortunadamente para los muchachos, incluso ese feo espectro actúa bajo reglas, y se lleva solamente una víctima, porque tiene solamente una cuerda.
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